Samara Gabarri está a punto de hacer abuela a Eva Jiménez, que presume de familia: «En el confinamiento éramos veinticuatro»
En El Fontán ya no se vocea. «Es el único mercado de Asturias en el que está prohibido. Incluso pusieron alguna multa», cuenta Eva Jiménez Salazar, que lleva 29 de sus 46 años vendiendo en uno de los puestos del corazón de Oviedo. Así que, aunque hoy aquello está de bote en bote, apenas se oyen unos tímidos «¡Las zapatillinas, nena!», «Venga, que tengo los sujetadores a cinco euros». Sotto voce. Clandestinos.
Hoy, al final de una mañana radiante, Eva apenas lleva hechos «treinta euros de caja»: «La cosa está muy mal porque la gente tiene miedo a gastar». Aunque puntualiza que, recién salidos del confinamiento, sí notó un incremento de las ventas: «Todo el mundo venía a por ropa interior, por si acaso nos volvían a encerrar», dice esta gitana de ojos grandes y voz franca nacida en Pola de Siero en el seno de la familia de ‘los Carboneros’, así llamada porque procede de las Cuencas. Y, junto a ella, asiente la mayor de sus cuatro hijos («tres chicas y un chico entre los que no hay diferencias»), Samara, que regenta otro puesto a pocos metros y que está a punto de convertirla en abuela por primera vez, de una niña que también se llamará Eva. Un alumbramiento que las dos esperan como «la mayor alegría. Porque, además de madre e hija, somos amigas».
«Estamos todo el día juntas, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. No te digo más que, antes de venir a vender, a las siete de la mañana, nos llamamos por teléfono», cuenta Eva, que ya está pensando en cómo organizarlo todo para cuando Samara dé a luz.
«Vendrán ella y su marido una temporada para casa con nosotros y así los puedo ayudar. Luego, a ver cómo los vuelvo a echar», bromea sobre su ojito derecho, la que más se parece a ella: «Somos iguales. Tenemos el mismo genio. Solo con mirarnos, ya nos entendemos».
Y, a su lado, Samara, que se sacó el título de administrativa («porque nació libre y ella fue la que escogió lo que quería hacer»), pero finalmente decidió seguir los pasos de «la mama», la mira con un orgullo difícil de disimular: «Lo que más admiro de ella es que es una trabajadora que no se cansa. Yo no lo entiendo. Si no trabaja, es cuando se encuentra mal». Un extremo que confirma su padre y marido de Eva, Manolo Gabarri, que se sabe casado con «una mujer maravillosa» que, contra lo que dictan los prejuicios que rodean a la comunidad gitana, «es la que manda en casa y en el puesto», porque él tiene otro empleo.
Así que Eva es la que trata con los mayoristas y la que cuadra las cuentas a final de mes. «Incluidos los 150 euros mensuales que hay que pagar por puesto, porque el Ayuntamiento, a diferencia de lo que pasa en otros mercados, es el único que no nos ha rebajado nada con la pandemia aunque solo nos dejen ponernos al 75% de ocupación».
«Aquí las matriarcas somos nosotras», les dice, alto y claro, a los que siguen asociándolos al machismo y la incultura: «Hay de todo, como entre los payos». En su casa -donde no se ven programas como los ‘Los Gipsy Kings’, «con un guion para reírse de una etnia»-, desde luego, «las cosas han cambiado mucho». Lo que no ha cambiado -concluyen Eva y Samara- es «el amor por la familia de los gitanos» («nosotros en el confinamiento éramos veinticuatro») ni «el racismo, que empeora»: «Nadie sabe lo que se siente cuando entras a una tienda con tu hija y la dependienta te empieza a seguir o cuando quieres comprar una casa y, después de ir a verla, quitan los anuncios».
Fuente: El Comercio