‘Esto ha pasado’, dice el título de esta exposición en el Reina Sofía de Madrid. Recorriéndola queda claro qué ha pasado. Es un viaje al horror a través de las vivencias de una niña gitana, Ceija Stojka (Kraubath, 1933-Viena, 2013), en los campos de la muerte del régimen hitleriano, expresada en unas pinturas que atenazan el corazón, nublan la vista y expresan cómo el arte puede ser lo más certero para contar la realidad y cumple a la perfección el propósito del museo, según su director Borja-Villel, de dar voz a los que no la han tenido.
Gitana romaní, Ceija Stojka fue deportada con tan solo 10 años. No sirvió de nada que su padre convirtiera el carromato en el que se desplazaban en una casa de madera para esconder su origen, y librarse de las leyes nazis tras la anexión de Austria a Alemania. Él fue llevado a Dachau, donde murió. Ceija, su madre y hermanos sobrevivieron a tres campos de concentración, Auschwitz-Birkenau, Ravensbrück y Bergen-Belsen. De un clan de 200 miembros, solo ella, su madre y cuatro de sus cinco hermanos lograron escapar milagrosamente del exterminio. El 90% de la población romaní y sinti fue asesinada en Austria en los años 30 y 40. En el resto de Europa se calcula que entre 220.000 y medio millón de personas. Stojka pudo vivir para contar el terror nazi.
La muestra recoge 140 obras entre pinturas, dibujos, fotos y el documental que grabó su descubridora, la investigadora Karen Bergen, la misma que editó uno de sus tres libros autobiográficos, ¿Sueño que vivo? (Papeles mínimos).
Ceija pintó sin orden necrológico sus recuerdos, un día lo hacía con colores luminosos; otro, en tonos sombríos.
La exposición está dividida en cinco salas. En la primera, las obras que rememoran su infancia en una familia nómada de comerciantes de caballos; la segunda, titulada expresivamente La caza, representa aquellos días de terror cuando los nazis mandaban a los gitanos a los campos de la muerte. Tras Auschwitz-Birkenau, Ravensbrück y Bergen-Belsen, la última sala trae el retorno a la vida.
Hay pasión, intensidad , mucho dolor en estos cuadros en los que dibuja perros aullando, botas, cuervos, trenes, todo con la perspectiva de una niña de 11 años. Tras la liberación por los ingleses del campo de Bergen, Ceija Stojka reprimió aquellos recuerdos. Tuvieron que pasar muchos años para verbalizar los años de muerte; primero lo hizo por escrito y luego en lienzos. Se sirvió de su memoria para mostrar la persecución y el genocidio que sufrieron los gitanos.
Tras la liberación guardó su biografía durante 50 años; en Austria, se reinventó. Se casó muy joven, tuvo tres hijos, se tiñó de rubio como las payas y se hizo vendedora de alfombras. Silenció a los muertos hasta que la muerte reapareció en su vida cuando su hijo pequeño falleció de sobredosis. El shock agitó su memoria. Tuvo que escribir, sacar los demonios de dentro. Medio analfabeta, con solo la cultura oral romaní que no tiene escritura, se apasionó sin embargo por el papel y publicó un libro, Recuerdos de una romaní. La primera vez que entró en una librería fue para firmar sus libros.
Sonriente, peinada con un moño bajo, Ceija Stojka se muestra serena en una fotografía de 1995. Su brazo desnudo muestra una cifra tatuada, Z- 6399. La misma que aparece en una de sus pinturas de 1994. Sobre un fondo negro, un brazo de color rojo oscuro con ese número que le asignaron a ella y a todos los deportados al llegar a Auschwitz, con la Z de Zigeuner, gitano en alemán, bien visible.
En sus cuadros aparece a veces un ojo gigantesco. Símbolo de vigilancia, de observación. Ceija Stojka pinta sobre papel, cartón o tela, con acrílicos que amasa con los dedos y plasma directamente en el lienzo, o con pincel. Imágenes poderosas, a veces ingenuas y las más de la veces aterradoras, con una cierta tradición expresionista que recuerda las pinturas de James Ensor o Munch. En el reverso escribe lo que significan para acentuar aún más el recuerdo. Dibuja alambradas y explica: “El miedo es nuestro pan de cada día. Cómo pudo suceder todo esto… Los cuervos se hicieron mis amigos”. O “Auschwitz, un lugar sin fruta. Dios mío, ¿dónde está el pan con salchichón? A menudo nuestra madre no sabía dónde escondernos de los uniformes pardos… Pero no sirvió de nada, Auschwitz se nos tragó”.
En ¿Sueño que vivo? Stojka rememora su vida en el último campo, el de Bergen-Belsen (“Lo único bueno de allí era que los nazis no entraban en nuestra zona. Tenían miedo de coger el tifus o la sarna”), y vemos a una niña que se sentaba siempre entre las montañas de muertos, “era el único lugar donde había silencio y estábamos protegidos del viento”. Describe cómo al llegar la primavera la hierba crecía bajo los tablones de los barracones, una hierba que, comida, fue tan deliciosa como un montoncito de azúcar.
Los flashes de Auswichtz son muy dolorosos: “Lo peor para nosotros era cuando llegaban los trenes a las 3 de la madrugada. Oyes el chirrido del frenazo y oyes cómo caminan azuzados por los kapos y por los soldados y por los perros… Luego oyes cómo se desliza su ropa al suelo cuando llegan al crematorio. Y después todo está en silencio. Y luego de repente llega un viento y el olor penetra en el barracón”.
Después de más de 54 años a Ceija Stojka le invitaron a visitar Bergen-Belsen. “Un día antes”, escribe, “tuve este sueño: que las montañas de muertos se iban juntando hasta formar un gigantesco pájaro-humano. Las fosas comunes se iban levantando una detrás de otra para convertirse en su tronco. Y juntas se las arreglaban para formar un pájaro de tumbas humanas. Eso fue lo que soñé, y los sueños, a nosotras las víctimas, no nos dejan”.
Ceija Stojka soñaba con que un día el milagro llegaría, y prodigioso fue que sobreviviera a tres campos de exterminio nazis. “¿Por qué me robaron mi infancia? ¿Por qué asesinaron a mi padre y hermano? ¿Por qué me llamaron cerda asocial?”.
Sin respuestas, se convirtió en la portavoz para reivindicar el reconocimiento del genocidio gitano por parte del gobierno de Austria. Su obra se encuentra ahora en museos y colecciones privadas. Publicó cuatro libros e hizo de los últimos años de su vida un recordatorio vívido, porque “tengo miedo de que Auschwitz duerma, que caiga en el olvido”.
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