Lo único que sabemos es que Daniel Jiménez, joven gitano de Algeciras, fue detenido el pasado lunes 1 de junio y que el viernes 5 su cuerpo sin vida fue entregado a la familia. Así de simple y, al mismo tiempo, así de rotundo y terrible. Paradójicamente, la noticia sobre su extraña muerte asaltaba nuestras redes sociales unos días después de las enormes movilizaciones que el movimiento Black Lives Matter protagonizaba en buena parte de medio mundo a partir del asesinato frente a la cámara de George Floyd en los EE UU. Existe entre quienes dedican parte de sus vidas a denunciar y combatir el racismo en el Estado español, la amarga sensación de que unas vidas valen más que otras, de que unas muertes horrorizan más que otras. Que la indignación mediática y popular no se produce siempre de la misma manera ni por las mismas causas cuando hablamos de racismo institucional. Esto no quiere decir que hayamos caído en la estúpida trampa de entrar en compeonatos entre quienes precisamente sufren el racismo. Quienes se dedican a tales despropósitos tan solo demuestran no haber comprendido absolutamente nada. 

El problema real tiene que ver con quién decide -porque puede hacerlo- mirar hacia otro lado cuando el problema surge en su propia casa. Hace unos meses, Manuel H. padre de familia gitano era asesinado a tiros en Rociana del Condado, Huelva, mientras cogía un puñado de habas. Como en el caso de Daniel, no hubo grandes movilizaciones. De hecho, su caso ya ha sido olvidado. Lo mismo podría decirse de Manuel Fernández Jiménez, que murió en 2018 recluido en régimen de aislamiento en la cárcel de Albocàsser, Castellón. Su cuerpo inerte, con signos evidentes de maltrato, tampoco despertó la gran indignación de los sectores progresistas de nuestra sociedad. Eleazar García Hernández perdía la vida en septiembre del año pasado tras ser reducido con violencia por un grupo de vigilantes de seguridad y posteriormente por la policía a las puertas del estadio de futbol de El Molinón, Gijón. Podríamos seguir enumerando casos, pero la pregunta es ¿serviría de algo?  

Vamos a explicarles algo que quizás desconocen. La mayoría de los casos de maltrato racista sufrido por familias gitanas nunca son denunciados. Por lo tanto, a ustedes no les llega ni una cuarta parte de la realidad que nuestro Pueblo experimenta en su propio territorio desde hace siglos. Bofetadas, palizas, amenazas, asesinatos; cuando algo de esto sucede, la primera reacción en el seno de una familia gitana de a pie es la de callar y aconsejar el silencio a los más allegados. Al dolor y la rabia le vencen el miedo. Pero mucho cuidado. No crean que este miedo nace de la nada, que es un sentimiento irracional. De hecho, es un miedo que alberga una lógica aplastante. Lo que las instituciones españolas contemporáneas -aún las más progresistas- hacen frente a la posibilidad de reconocer la existencia del racismo es ocultarlo. Eso lo hemos aprendido a base de golpes. Históricamente, de la persecución histórica, de los intentos de genocidio y de la promulgación de leyes específicamente antigitanas hemos pasado al silencio más absoluto sobre ello, que es una actitud típicamente española frente al antigitanismo o todo lo que huela a racismo. No es que el racismo contra los nuestros o contra nuestros compañeros y compañeras de otros pueblos se terminara en 1978, sino que adquirió otro rostro. A la violencia más descarnada se unió el silenciamiento. Probablemente, les resulte más fácil comprender esta actitud cuando el debate gira en torno a la dictadura franquista y a los fraudulentos silencios políticos impuestos en aras de una supuesta concordia que no es sino ausencia de justicia. 

Ocultar el racismo: un asunto de Estado 

Cuando Patxi López ordena que una de las únicas menciones recientes en el ámbito político a los asesinatos policiales racistas en el Estado español desaparezca del diario de sesiones reproduce una antigua lógica racista1. La trampa es la siguiente. Si no consta en acta, no existe y si existe, hacemos que no conste en acta. Lo que López, en su terrible ignorancia, desconoce es que por mucho que quieran ocultarlo, el racismo institucional en nuestro territorio es real y que también se manifiesta a través de la violencia policial. En su mano está el alinearse con los elementos más reaccionarios de la derecha -que es lo que precisamente ha hecho- o sumarse a la reconstrucción de una sociedad democrática sana y justa. Y no hay nada más perjudicial para la consecución de ese horizonte, que negar compulsivamente un grave problema señalado por cientos de organizaciones de la más diversa índole. 

Sabemos que a nuestros aliados les contrarían estas críticas, que les resultan ‘demasiado’. Pero sentimos decir que cuando el problema es el racismo, echamos de menos mayor firmeza, mayor determinación, más solidaridad; y no para que ocupen ustedes el lugar de la voz cantante y hablen por nosotros y nosotras, sino para que miren los problemas de frente, reconozcan su existencia y sean intransigentes en su defensa de una sociedad en la que no se oprima a ningún pueblo. Y esto no es solo cuando están a gusto con las críticas, cuando no les tocan directamente a ustedes. Por otra parte, si hay algo que podemos aprender del movimiento Black Lives Matter, que es el resultado de décadas de organización contra la violencia policial racista en la calle, es su negativa a aceptar concesiones. Un movimiento así se hace respetar porque no pide permiso, no mendiga reconocimiento, se sienta en la mesa con la clara consciencia de que le pertenece tanto o más que a los que están sentados tranquilamente en torno a ella. 

Una de las tendencias más repulsivas enfrentadas durante estos días por los nuestros al llamar la atención sobre el racismo de casa consiste en respondernos con el argumento de que no estamos en los EE UU. Como si hiciera falta. ¿Se imaginan ustedes que, por defender los sindicatos y la lucha contra el capitalismo, la derecha les respondiera con que no estamos en Chicago, que aquí tenemos una historia ‘diferente’? ¿Les suena? ¿No les parecería igualmente absurdo? No hace falta comparar nada. Ustedes, aquí, tienen a sus propios muertos en frente de las narices. Otra cosa es que les moleste tanto reconocerlo, que les contraríe tanto, que prefieran perderse en debates absurdos y tirar balones fuera para no darse de bruces con el asunto. Mientras eso sea así, seguiremos señalándolo como un gesto de hipocresía, cueste lo que cueste. Y sepan que esa actitud también tiene un precio. Y que por mantener determinadas alianzas muchas veces nos vemos obligados a dulcificar nuestra rabia, nuestro dolor, que tienen nombres y apellidos. La pregunta entonces es, ¿quieren alianzas sinceras? Esperamos más de ustedes en esta lucha colectiva contra un enemigo común: el olvido y la injustica, tenga el rostro que tenga y sea en el territorio que sea, especialmente en este. Sabemos que no hay fascismo sin racismo. Sin embargo, el problema del racismo suele ocupar un lugar poco visible en lo que respecta a las reivindicaciones progresistas a nivel europeo. Porque, a pesar de ello, el racismo es un problema estructural que también anida, no solo en sus casas, sino en sus partidos políticos y en sus movimientos, que también son los nuestros y por eso conocemos tan bien tal realidad. Y no se equivoquen, este grito de impotencia no es para gritar que a nosotros nos matan más. Nos importan las vidas de nuestras hermanas y hermanos afroamericanos en Norteamérica, al igual que la de nuestras hermanas y hermanos africanos y afrodescendientes aquí, en el Estado español, las de nuestras hermanas y hermanos magrebíes, la de nuestras hermanas y hermanos migrantes de Abya Yala; nos importan las vidas de nuestras familias romaníes, aquí y en toda Europa. La pregunta es ¿les importan a ustedes? ¿Qué ocurre, entonces, cuando los muertos se silencian en casa? 

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