En un momento en el que resuena por doquier el concepto de los delitos de odio, cabe preguntarse hasta dónde llega el odio que los motiva
En tan solo el transcurso de un año los delitos de odio registrados en España aumentaron un 6,8% entre 2018 y 2019, de acuerdo con el último informe anual del Ministerio de Interior al respecto. Un número que dice mucho por sí mismo, pues representa tan solo una pequeña parte reconocida y etiquetada como tal del total real de los incidentes motivados por el odio hacia las minorías.
Asimismo, significa que cada vez son más las personas que deliberadamente deciden materializar sus sentimientos negativos en acciones agresivas. Entonces, en una tendencia claramente ascendente de casos reconocidos de violencia hacia colectivos concretos, ¿hasta dónde llega el odio que motiva estos delitos? ¿Dónde se queda, al contrario, el que no se exterioriza?
A ese «odio latente» han pertenecido y pertenecen numerosos actos de violencia, como el caso de Samuel Luiz el pasado 1 de julio, cuya muerte fue consecuencia de una brutal paliza grupal al grito de «maricón»; o el de Younes Bilal, que murió a efectos de tres disparos a quemarropa por un ciudadano español el pasado 16 de junio tras haber sido, según los testigos del lugar de los hechos, discriminado por ser marroquí.
Como estos, la mayoría de los nombres son, jurisprudencialmente, supuestas víctimas de estos delitos, mas no oficialmente sentenciadas como tal. Por esta razón, la gran mayoría se quedan en el aire. La abogada y activista LGTBI+, Charo Alises, señala a The Objective que «hay una tendencia a considerar como delitos leves, infracciones que realmente son delitos de odio y eso sucede cuando no se indaga en la motivación discriminatoria del delito».
Una motivación discriminatoria perpetuada por el odio y por la negación de su existencia. Precisamente, la carencia de reconocimiento de un sesgo discriminatorio es la que lleva a Youssef Ouled, periodista e investigador en Rights International Spain, a contar a este diario que uno de los principales muros que existen en este sentido es que «hay una negación sistemática de la existencia del racismo, y ese racismo que se niega es el que genera el caldo de cultivo para que se den los delitos de odio». También ocurre de igual modo con el antigitanismo, la homofobia, la aporofobia, la discriminación por identidad sexual.
El discurso del odio, la antesala de la violencia
Para comprender todo esto es necesario retomar la pregunta, ¿hasta dónde llega el odio? En esta línea, la filósofa alemana Carolin Emcke defendía en su libro Contra el odio que «el odio no es la expresión de un sentimiento individual, no es espontáneo, es fabricado y requiere cierto marco ideológico que debe ser y es alimentado», y eso se sostiene gracias a la normalización del odio, el cuestionamiento de lo que va en contra del mismo.
Pero, ¿quién lo alimenta? Nosotros, el conjunto de las sociedades. Y precisamente porque no es un acto o un sentimiento fortuito, ella defiende que «solo se combate rechazando su invitación al contagio».
En la Guía de Delitos de Odio LGTBI que escribió con la Junta de Andalucía, Alises refleja por su parte que «el discurso de odio genera violencia y es la antesala de los delitos de odio». Por ello, aunque estos días se oiga hablar mucho del segundo, el primero no hay que olvidarlo, pues es no solo una acción violenta concreta, sino toda la parte del escenario que se halla tras las bambalinas de la opresión y que se extiende incluso a las instituciones del Estado.
«Las instituciones que nos deberían proteger son las que nos discriminan y violentan»
El problema se acentúa cuando aquellos que inicialmente protegen a estas minorías de dichas agresiones y amenazas, son precisamente los responsables de ellas. Lo hemos visto en repetidas ocasiones.
Sin ir más lejos, a raíz del asesinato de George Floyd en Estados Unidos y la propulsión que recibió como consecuencia el movimiento Black Lives Matter, se ha comenzado a hablar más de la violencia policial. De manera análoga, sucedió con Stanislav Tomas el pasado 19 de junio, en República Checa, un gitano que murió por unas causas prácticamente idénticas a las de Floyd, llegando a ser de igual modo grabado en vídeo mientras se asfixiaba.
En España, un caso que resonó con particularidad fue el de Eleazar García en 2019, un joven gitano con una discapacidad física del 75%, que fue inmovilizado con violencia por varios guardias de seguridad y agentes de Policía ante las puertas del estadio en el que iba a ver un partido de fútbol con su familia. «El caso de Eleazar para nosotros es el símbolo de la enfermedad de esta sociedad», sostiene al respecto ante este diario Celia Montoya, actriz y activista gitana que coordina el programa Rromani Pativ.
«Las instituciones que nos deberían proteger son las que nos discriminan y violentan», sostiene Ouled. Tras su larga experiencia en esta cuestión afirma que, más allá de que sean partícipes de dicho racismo sistémico, los organismos estatales ni siquiera llegan a reconocer la existencia de esta traba social y tampoco favorecen la conversación entre la ciudadanía y ellos mismos, con lo cual se dificulta enormemente la lucha al respecto.
En otro sentido, el informe anual de 2017 de la Plataforma Ciudadana Contra la Islamofobia (PCCI) registró que 10 de los 264 ataques islamófobos recopilados ese año en España provenían de las fuerzas de seguridad. Esto solo de los que se tiene cuenta oficialmente en cuestiones racistas. Pero, ¿y si contáramos todas las demás?
Fuente: The Objective
Autora: Maixa Rote